Una tras otra, así iba pasando las páginas del trabajo que tenía pendiente por entregar. Un humeante café me acompañaba en mi ardua labor. Sólo se escuchaba el suave roce de las hojas, unas con otras, siempre tenue, ligero. Lo demás era silencio. Ni siquiera cantaban las aves, los grillos tampoco lo hacían. La luz de mi lámpara de escritorio resaltaba la blancura de las páginas escritas.
Estaba a punto de terminar cuando alguien llamó a la puerta de mi casa. Miré que era mi adorado tío, del que ya no había sabido nada desde que dejé mi ciudad natal para continuar mis estudios. Y ahí estaba, parado en el umbral de mi casa, adquiriendo toda su figura tonos naranjas y amarillentos por las lámparas que había en el jardín. Una tierna mirada se dibujó en su rostro al ver que abrí la puerta y le recibía con un abrazo. Se sentía muy frío, quizá había pasado mucho tiempo afuera, en medio del inclemente viento helado que soplaba hacía el norte.
Entró y se sentó en el sillón reclinable que me había mando papá, para que mi casita no estuviera tan vacía y tuviera algún lugar para relajarme. Corrí a la cocina para prepararle un café, igual que el mío, con mucho de todo: cargadísimo y dulcísimo. Gracias a él le había cogido gusto a la cafeína, tan deliciosa y seductora. Preparé otro para mí.
Comenzamos a charlar acerca del tiempo, de lo sucedido y de noticias de las que no nos habíamos enterado por la lejanía entre nosotros. Sorbo a sorbo iba acabando su café. Lo disfrutaba como si fuese el último que bebería en toda su vida. Después de dos horas de pláticas y conversaciones interesantes y emotivas, dijo que tenía que irse. Dejó la tacita en la mesa pequeña que había puesto en la sala para que se viera más mono el lugar. Lo despedí en la puerta. Ahí parado, de nuevo en el umbral, musitó algo poco entendible, luego agitó la mano y salió.
Fue agradable conversar con él un rato, saber de mi familia y recibir visitas. Había pasado año y medio desde que había llegado ahí, y a pesar de que iba a visitarles cada fin de curso (cada seis meses, para ser exacta), sentía añoranza cuando regresaba a mi solitario hogar. Me quedé parada junto a la puerta abierta, mirando el horizonte, por donde se había perdido el tío, donde mi vista ya no alcanzaba a divisarlo.
Sonó el teléfono. Era tarde, así que debía ser algo muy importante para llamar a esa hora de la noche. Se oyó en la bocina la voz entrecortada de mamá, que decía:
–Hija, siéntate, pon atención y guarda la calma a lo que voy a decirte. Tu –un nudo de saliva se formó en su garganta, y luego de tragarlo, dijo con amargura –Tu tío ha muerto. Murió esta tarde, lo último que dijo fue que tenía que ver a su sobrina favorita, luego dejó de respirar.
Colgué inmediatamente, sin dar una respuesta. Mi corazón se aceleró. ¿Acaso era miedo lo que sentía en esos momentos? ¿O era sólo producto de la pena que me afligía ahora por la noticia y la visita?
Si murió en la tarde, es imposible que me haya visitado, e incluso que lo haya despedido unos minutos antes. Quizá todo fue producto de mi mente, nunca fue, tal vez soñé despierta y…
La taza de café aún seguía ahí. Era de porcelana blanca, en la que se notaba que alguien había bebido. La tomé entre mis manos, y estaba llena de café, pero estaba helado, no parecía frio del tiempo, sino de haber estado en el refrigerador un buen rato. Lo probé y, para mi sorpresa, había perdido todo su sabor. Era como agua pintada de negro. ¿Acaso esa era la prueba de que todo había ocurrido en verdad?
Fui al velorio al día siguiente. Una ceremonia triste y melancólica se celebraba en su honor. Adiós tío, nos veremos luego.
Estaba a punto de terminar cuando alguien llamó a la puerta de mi casa. Miré que era mi adorado tío, del que ya no había sabido nada desde que dejé mi ciudad natal para continuar mis estudios. Y ahí estaba, parado en el umbral de mi casa, adquiriendo toda su figura tonos naranjas y amarillentos por las lámparas que había en el jardín. Una tierna mirada se dibujó en su rostro al ver que abrí la puerta y le recibía con un abrazo. Se sentía muy frío, quizá había pasado mucho tiempo afuera, en medio del inclemente viento helado que soplaba hacía el norte.
Entró y se sentó en el sillón reclinable que me había mando papá, para que mi casita no estuviera tan vacía y tuviera algún lugar para relajarme. Corrí a la cocina para prepararle un café, igual que el mío, con mucho de todo: cargadísimo y dulcísimo. Gracias a él le había cogido gusto a la cafeína, tan deliciosa y seductora. Preparé otro para mí.
Comenzamos a charlar acerca del tiempo, de lo sucedido y de noticias de las que no nos habíamos enterado por la lejanía entre nosotros. Sorbo a sorbo iba acabando su café. Lo disfrutaba como si fuese el último que bebería en toda su vida. Después de dos horas de pláticas y conversaciones interesantes y emotivas, dijo que tenía que irse. Dejó la tacita en la mesa pequeña que había puesto en la sala para que se viera más mono el lugar. Lo despedí en la puerta. Ahí parado, de nuevo en el umbral, musitó algo poco entendible, luego agitó la mano y salió.
Fue agradable conversar con él un rato, saber de mi familia y recibir visitas. Había pasado año y medio desde que había llegado ahí, y a pesar de que iba a visitarles cada fin de curso (cada seis meses, para ser exacta), sentía añoranza cuando regresaba a mi solitario hogar. Me quedé parada junto a la puerta abierta, mirando el horizonte, por donde se había perdido el tío, donde mi vista ya no alcanzaba a divisarlo.
Sonó el teléfono. Era tarde, así que debía ser algo muy importante para llamar a esa hora de la noche. Se oyó en la bocina la voz entrecortada de mamá, que decía:
–Hija, siéntate, pon atención y guarda la calma a lo que voy a decirte. Tu –un nudo de saliva se formó en su garganta, y luego de tragarlo, dijo con amargura –Tu tío ha muerto. Murió esta tarde, lo último que dijo fue que tenía que ver a su sobrina favorita, luego dejó de respirar.
Colgué inmediatamente, sin dar una respuesta. Mi corazón se aceleró. ¿Acaso era miedo lo que sentía en esos momentos? ¿O era sólo producto de la pena que me afligía ahora por la noticia y la visita?
Si murió en la tarde, es imposible que me haya visitado, e incluso que lo haya despedido unos minutos antes. Quizá todo fue producto de mi mente, nunca fue, tal vez soñé despierta y…
La taza de café aún seguía ahí. Era de porcelana blanca, en la que se notaba que alguien había bebido. La tomé entre mis manos, y estaba llena de café, pero estaba helado, no parecía frio del tiempo, sino de haber estado en el refrigerador un buen rato. Lo probé y, para mi sorpresa, había perdido todo su sabor. Era como agua pintada de negro. ¿Acaso esa era la prueba de que todo había ocurrido en verdad?
Fui al velorio al día siguiente. Una ceremonia triste y melancólica se celebraba en su honor. Adiós tío, nos veremos luego.